El feliz regreso de Guillermo del Toro a su escenario predilecto, el de los cuentos de terror con marcada influencia del cine gótico y salpicado de un romance tan intenso como macabro.

Después de haber firmado títulos en este marco de la talla de su ópera prima Cronos, de la ambientada en España El espinazo del diablo y, sobre todo, de la oscarizada y soberbia El laberinto del fauno, el cineasta azteca nos invita a compartir el miedo con sus personajes y a ser testigos privilegiados de una historia de amor trágica envuelta en unos decorados exquisitos y muy elaborados.

De la mano de su habitual colaborador, el guionista Matthew Robbins, se ha atrevido a construir un producto plenamente inspirado en clásicos del séptimo arte, con influencias que nadie pasará por alto de la obra maestra de Hitchcock Rebeca, que es su referente esencial, y también de cintas tan recordadas y fascinantes como El Castillo de Dragonwick, Jane Eyre y Grandes esperanzas.

Con una obsesión permanente por cuidar al máximo el vestuario, los decorados y el factor romántico, Del Toro consigue de inmediato hacernos cómplices de un argumento empapado de misterio y de terror que nos traslada a comienzos del siglo XX. La historia se abre en Estados Unidos, donde un financiero británico, Thomas Sharp, ha llegado para tratar de hacer negocios. Las cosas parecen irle bien, especialmente porque ha vencido las resistencias iniciales de una atractiva joven, Edith Cushing, a la que consigue convencer, tras la muerte en extrañas circunstancias de su padre, para que le acompañe a su mansión de Inglaterra. Es a partir de ese viaje, que permite a Edith vivir en una inequívoca casa gótica, Allerdalle Hall, envuelta en un siniestro pasado, que el terror extiende sus raíces por todos los fotogramas.

La personalidad, por un lado, de Lucille, que suscita todo tipo de temores en Edith, y la aparición de fantasmas por los pasajes oscuros de la mansión, por otro, elevan la temperatura de la angustia hasta niveles insostenibles que estallan de forma violenta, hasta el punto de alcanzar momentos difíciles de soportar con la mirada.