Ya sea como dibujo animado o en la piel de un adulto, la historia del niño que se niega a crecer creada por James M. Barrie tampoco envejece para Hollywood, que con esta nueva versión de Joe Wright se atreve a imaginar una precuela sobre cómo Peter Pan llegó a Nunca Jamás.

Wright, de quien no sólo conocemos sus alabadas cintas de época (Orgullo y prejuicio, Expiación), sino también su buen tino a la hora de derivar relatos más o menos clásicos hacia las fronteras de lo posmoderno (Anna Karenina, Hannah), reúne en Pan una miríada de referencias, de Charles Dickens a C.S. Lewis, Indiana Jones, Nirvana o el musical de Broadway, como si quisiera imitar el tono del Baz Luhrmann más gamberro.

El popurrí referencial, sin embargo, no es más que un ostentoso disfraz que viste ese cuento del chico sin sombra, aquí también transformado en un héroe destinado a salvar un mundo. Peter no es sólo un chaval que no quiere hacerse mayor, sino que, según Wright y Jason Fuchs, su guionista, es el nuevo niño mesías.

Si en un principio el resultado de esta imposible operación narrativa y estética tiene fuerza y cierto interés (desde un solvente Hugh Jackman como el pirata Blackbeard, demostrando que el musical es uno de los géneros en los que más cómodo se siente, o una cámara vertiginosa en busca de la verticalidad de las imágenes), pronto la extravagante burbuja no tarda en perderse entre sus múltiples brumas narrativas, el exceso de croma y unos personajes demasiado pegados a su careta (Hook y Tiger Lilly, interpretados por Garrett Hedlundy Rooney Mara). Más que una película barroca, Pan es un estallido rococó de mucho ruido y pocas nueces.