Los abuelos de Nuez recordaron tiempos de juventud. En aquellos años en que la pobreza y la penuria se adueñaban de muchos hogares alistanos, pero en los que se vivía alegremente porque las envidias y los recelos no se daban entre sus vecinos: «Era la costumbre que el domingo, día de descanso, se terminara haciendo baile en las céntricas plazas y amplias calles de los pueblos, sin más instrumentos que un simple lato tocado con dedales o improvisadas baquetas hechas con palos de jara, panderetas hechas a mano con piel de cabrito y más tarde gaitas de fole acompañadas al son del tamboril de madera y con parche de piel de perro, que era el que mejor sonido tenía». Todos los vecinos bailaban en kilométricas filas, a lo largo de la calle, al son de charros, jotas, vals y agarraos, que permitían a las parejas juntar sus cuerpos, única manera posible de que pudieran coger a tu amada por la cintura ante los ojos de los demás y todo esto hasta que se ponía el sol, pues había que irse pronto a la cama para madrugar al día siguiente.