Opinión

Saber estar

Necesitamos buscar momentos de tranquilidad en este mundo de la instantaneidad

Ilustración

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Especialmente desde la pandemia se han publicado ingentes cantidades de libros, web, tuit y demás sobre autoestima, cansancio, fatiga, depresión, aburrimiento, ansiedad y un largo etcétera de angustias variadas que afectan a todos los órdenes de la vida, sin distingos por edad ni clase social, y que van desde la más estricta intimidad a la laboral. Todo ello, más allá de patologías diagnosticadas y tratadas por especialistas, tiene un punto en común: la solución está en indagar en nosotros mismos para hallar la salida.

Como no soy especialista en estas cuestiones, no pondré en tela de juicio afirmación tan tajante hecha por quienes sí lo son, o lo parecen. Así que a todo aquel que se encuentre en la batalla contra esos padecimientos del día a día, insisto en si no tienen un diagnóstico médico, solo cabría desearles mucho ánimo en el buceo en su interior y que encuentren la luz ellos solitos, porque parece ser que ahí está la clave, que ya escribió Daniel Múgica aquello de que no es que muramos solos, es que vivimos solos. Pues a ponerse la escafandra y el traje de neopreno jabonado de soledad y a ello raudos y veloces, que el tiempo juega en contra más de una vez y sin avisar.

Se hace evidente la contradicción entre lo que plantean los sesudos manuales de autoayuda y la realidad que percibimos los ciudadanos camino de nuestra rutina

Pero como me parecía pobre como artículo ponerle punto final con dos míseros párrafos, me he puesto a darle una vuelta al asunto desde mi desconocimiento, que siempre lleva aparejado un alto grado de osadía, y he tirado de mi impenitente observación, casi enfermiza, de lo que me rodea. Y he aquí que me he encontrado con una serie de imágenes y conversaciones que algo de luz me han arrojado. Basta montarse al amanecer en un transporte público para ver el estado derruido de quienes nos enfrentamos a iniciar una jornada laboral, o escuchar la falta de comprensión, conocimientos y reconocimiento de nuestros jefes, el desafecto de aquellos a quienes bien cuidamos, el desapego que nos brindan amigos y conocidos, la ruindad de quienes nos gobiernan, sean de uno u otro signo político, y así podría seguir e invito al lector a que haga la prueba de poner atención a su entorno.

Y si al principio aludía a que esta sintomatología parecía tener como punto en común que es desde nuestro interior como mejor podemos afrontarla, del cotilleo sobre lo escuchado y visto en mi viaje mañanero también se extrae un elemento común: son los otros los que tienen la culpa de nuestro estado y, por lo tanto, los únicos que tienen que cambiar para que podamos salvarnos. Así que ahora toca enfundarse la camiseta de víctima y mendigar que alguien nos dé la razón ante tanta injusticia sobre nosotros.

Se hace evidente la contradicción entre lo que plantean los sesudos manuales de autoayuda y la realidad que percibimos los ciudadanos camino de nuestra rutina, lo que visto con frialdad raya en la tragedia. Los primeros nos conminan a reflexionar sobre nosotros mismos y nosotros cargamos las tintas sobre quienes no saben acompañarnos como merecemos, necesitamos, o queremos. Menudo panorama para solventar tamaño problema.

Llegados a este punto, que bien podría ser y final, me surge el plantear una vía para intentar solventar la dicotomía, quizás por mi manía, la reconozco, de pensar que las cosas, las situaciones y sobre todo las personas no son maniqueas, no todo es blanco o negro, así como mi resistencia tanto a la autoflagelación como a la autocompasión, formas que presiento como las dos caras de la misma moneda: justificarnos el no hacer nada.

Y aquí entra una locución verbal de las más repetidas desde la infancia: saber estar, ese saber comportarse adecuadamente en un determinado ambiente. ¿Quién no la ha dicho refiriéndose a otros y a quién no se la han dicho en algún momento? Cierto es que la expresión está referida a un comportamiento en un ambiente determinado, pero aquí la traigo para arrojar ánimo a todos los que, inmersos en la desgana del vivir cotidiano, piensen, no sin razón, que vaya solución desmadejarse por dentro cuando se tiene tan claro que son los otros quienes debieran tratarlos con más mimo, condescendencia y, sobre todo, comprensión.

Es evidente la importancia que tiene en todos los ámbitos el ser, el reconocernos a nosotros mismos de una manera auténtica y, a ser posible, sustentada en razones, esas que se supone que tenemos cuando defendemos nuestra identidad, cuando decimos yo soy así como una sentencia. Pero no es menos evidente que ese ser nosotros se construye a golpe de estar, para empezar, de estar vivos. Vamos, que no somos individuos flotando en el espacio sideral como avatares en una pantalla pasando por el mundo de puntillas y sin mancharnos. En otras palabras, que somos en momentos y situaciones concretas, en cada hecho, feliz, trágico o rutinario en el que hemos estado. Las circunstancias de las que hablaba Ortega y Gasset.

Ahí está mi invitación antes de que nos forremos a diazepam, o nos asalten instintos agresivos: saber estar, que traído a lo que me ocupa viene a ser algo así como que, ante cada situación en la que nos encontremos, y la vida es un fluir constante, que solo la muerte es estable, no entremos en el bucle de una reflexión interior, que es muy probable que no seamos capaces de gobernar, ni tampoco endosemos la responsabilidad a los demás, y seamos capaces de encontrar instantes en los que nos sintamos bien a pesar de los pesares y tengamos la suficiente motivación personal por lo que hacemos, con independencia del aplauso o condena de los demás. Y para ello necesitamos buscar momentos de tranquilidad en este mundo de la instantaneidad, la velocidad, el mirar la vida a través de la pantalla de un móvil y poner en marcha nuestra voluntad para cambiar lo que haya que cambiar y asumir lo que no tiene remedio, reconociendo en todo momento la parte que nos corresponde de responsabilidad.

Y todo ello aderezado con la actitud de que hoy, un día cualquiera de un mes cualquiera, con su mediocridad, rutina, felicidad o tragedia, es nuestro día y tenemos la obligación de disfrutarlo, porque hemos hecho lo que teníamos y podíamos hacer y no hemos perdido la ilusión de que ha merecido la pena.

Así bien podemos irnos en paz a la cama, que no es poca cosa para hacer de mañana otro día nuestro.

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