Opinión | La palabra

El fruto del amor es la alegría

«Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» Juan 15, 9-17

Parábola del buen samaritano.

Parábola del buen samaritano. / Pixabay

Jesús deja a sus discípulos un breve testamento espiritual. El eje fundamental de su enseñanza, el corazón de su mensaje ha sido, es y será el amor. Así lo entendieron y vivieron las primeras comunidades cristianas.

La lengua hebrea disponía de muchas palabras para expresar el amor: alabah, hesed, hen, riham… Utilizaban una u otra para referirse al amor a Dios, al esposo o la esposa, a los familiares, al prójimo…

Jesús simplificó toda la Ley en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo… Pero como los contemporáneos a Jesús, al escuchar la palabra "prójimo", tan solo pensaban en las personas de su raza y religión, Jesús contó la parábola del Buen Samaritano para puntualizar que "prójimo" es cualquier persona, sin importar su etnia o sus creencias.

En el Antiguo Testamento, la relación de la persona humana con Dios se expresaba en términos de sumisión, de ahí el temor entendido como miedo. Jesús, por el contrario, excluye la adhesión a Él como la de los siervos con su amo. La relación entre la persona y Dios debe ser entendida como una relación de cercanía personal, de afecto y de amistad. A lo largo del evangelio, el amor de Jesús tomó matices que sirven para orientar nuestro comportamiento: fue un amor universal capaz de acoger a todos, tuvo en cuenta a quienes más sufrían, fue un amor que se entregó sin pedir nada a cambio, se desarrolló en el compromiso y el esfuerzo, en el gozo y la alegría.

En el texto evangélico de este VI domingo de pascua, la palabra "amar/amor" aparece nueve veces. Y el fruto del amor es la alegría. Pasar del miedo a Dios, que no engendra sino rechazo, a una confianza en Él, que hace brotar en nosotros esa alegría prometida por Jesús: "Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud" (Jn 15,11).

No parece fácil hoy la verdadera alegría. Y nos preguntamos, ¿existe un sentimiento humano más precioso y más necesario que la alegría? ¿No es la alegría un bien escaso en nuestro mundo? Tenemos muchos más medios para vivir que nuestros abuelos, ¿tenemos más alegría que ellos? ¿Por qué en tiempos de alimentos abundantes, vestidos de marca, escuelas competentes, viajes exultantes, ciudades resplandecientes… la alegría sigue siendo un bien escaso?

Porque la alegría verdadera necesita ser alimentada por un leño especial que tenga cuatro componentes: saber para qué vivimos, tener esperanza en el futuro, querer de verdad a la gente, y ser queridos por ella. El misterio cristiano cuando es acogido produce en el corazón creyente los cuatro componentes de la alegría: la certeza de que Dios nos ama, la fuerza para amar, la dicha de ser amados y la convicción de que la vida no es una pasión inútil sino una vocación en cuyo origen, en cuyo itinerario y en cuyo término está la gracia de Dios.

Amigo lector: ¡qué grande es la fe cristiana que nos comunica unas convicciones tan vitales! Feliz domingo.

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