Retoma el testigo del miedo que provocaba Los extraños, una modesta película de terror que logró unos más que aceptables resultados en la taquilla internacional gracias a la creación de una atmósfera siniestra e inquietante que asustó a buena parte de un público en su mayor medida adolescente.

Como es habitual en estos casos, las recaudaciones imponen su ley y llaman a la taquilla, hasta el punto de que la correspondiente secuela no se ha hecho esperar. Nos llega firmada por un nuevo director, con el británico Johannes Roberts, que es responsable de una filmografía de cortos vuelos pero que tuvo una más que discreta cotización en los videoclubs, sustituyendo a Bryan Bertino. Del conjunto de la misma se han visto en España tres títulos, La carretera de la muerte (2011), El otro lado de la puerta (2016) y A 47 metros (2017), todos ellos enmarcados en las esferas del thriller terrorífico.

La cinta sigue, por supuesto, las pautas de su predecesora, si bien el realizador entrante intenta evitar los lugares comunes, sobre todo el exagerado protagonismo de los sustos como base de las imágenes. De este modo intenta un leve acercamiento a la realidad psicológica de los personajes, tanto de la familia que huye despavorida de unos psicópatas asesinos como de estos últimos, que llevan el rostro oculto tras una máscara que los hace todavía más horribles. Con estos presupuestos, hay que anticipar que no hay milagro que valga y que las cosas apenas adquieren sentido propio. Eso sí, tenemos el dudoso aunque infrecuente privilegio los espectadores de conocer a los asesinos antes que los vean aquellos que van a sufrir su ira y su violencia.

Por lo demás, el guion es más de lo mismo, con una familia, que componen los padres y dos hijos adolescentes, en crisis que se desplaza por la noche hasta el internado en el que va a ingresar la hija rebelde, Kinsey. En ese trayecto deciden descansar unas horas en un parking de caravanas.