Sus logros se ciñen de forma inequívoca al terreno de lo visual, desplegando en este sentido un aluvión de recursos, tanto en decorados como en vestuario y efectos visuales, que llegan a desbordar la capacidad de asimilación del espectador.

Es un producto, sin duda, insólito y de una categoría estética indudable, que combina elementos fascinantes con otros que pierden algo del sentido del equilibrio. Podría decirse que el espectáculo se sobrepone sobre el drama y en este sentido las imágenes se convierten en verdaderos estandartes de un relato que nos lleva a la primera contienda mundial con una solvencia que impresiona. De este modo adquieren sentido las peculiares y tristemente famosas secuencias bélicas, las típicas y terribles trincheras diezmadas por soldados desmembrados, que tratan de abrirse paso entre amasijos de carne humana, corroborando el carácter cruel de denominada Gran Guerra.

No debe extrañar ante semejante espectáculo que la cinta conquistara en 2017 una cosecha considerable de premios en la ceremonia de los Cesar del cine galo, incluyendo el de mejor director, mejor guión adaptado y mejor fotografía.

Si algo resalta por encima de todo es la factura global de la película, un logro que se asienta sobre la propia adaptación de la novela de Pierre Lemaitre, galardonada con el premio Goncourt, que visualmente no tiene desperdicio. Y eso que el guión del realizador se toma numerosas licencias respecto al texto original que pueden desconcertar a una parte del auditorio.

Una de las cuestiones que más reforzadas están en la pantalla respecto al libro es el de las citadas estafas, no perdiendo de vista los pasos de dos supervivientes de las hostilidades que montan un gigantesco fraude con la facilidad existente entonces para cambiar los nombres de los soldados muertos. Los responsables de este desaguisado son un ilustrador brillante y un contable.